El patriarcado ruso está en Vallcarca
Por las inmediaciones de El Coll en busca de una iglesia ortodoxa
Me he vuelto a perder.
Me he vuelto a perder siguiendo Google Maps.
Afortunadamente me he vuelto a perder.
Qué suerte perderse y descubrir lugares como El Coll. De esos barrios que entran en la categoría de “barrios en los que parece que no estés en Barcelona”.
Me he decidido a subir hasta la parada de metro de Vallcarca en busca de un templo bien particular.
Asciendo por estas altas y escarpadas tierras para visitar la Parroquia de la Anunciación de la Virgen. Me he enterado que por aquí se levanta el hogar de la comunidad ortodoxa rusa de nuestra ciudad desde 2012. Cuando yo venía por estos lares, a mediados de los dosmiles, después os explico para qué, aún era conocida como la parroquia de Sant Jordi. Hasta que el arzobispado de Barcelona decidió ganar unos dinerillos alquilando esta iglesia menuda que, con el tiempo, había quedado para almacén de cosas y que el patriarcado ortodoxo acabó comprando en 2018.
Ya ven.
Nuestra iglesia católica apostólica vendiendo iglesias a los rusos.
Uniendo barrios, cerrando heridas
La excursión empieza con un cable rojo-cable azul. Hay que estar al tanto al elegir la salida de la parada de metro de Vallcarca. Dependiendo de la opción elegida podrás desembocar por encima del puente, que recibe el nombre del barrio, o por la de debajo, como fue mi caso.
Un gran cartel nos avisa de los primeros cien años de viaducto de Vallcarca. Tres lustros tardaron las obras de este imponente puente que nos abre paso por el barrio de El Coll.
Yo tardo tres minutos en perderme. Malinterpreto mi brújula electrónica y llego a El Coll desde la parte de abajo, es decir, sin posibilidad de ahorrarme unas cuestas importantes. Si hubiera salido por la parte superior habría tardado cinco minutos en llegar a mi objetivo.
Yo creo que me he despistado por la cantidad de turistas en busca del Parc Güell que he tenido que esquivar. Miran el mapa que les han dado en la oficina de turismo y pasan sin ver el campamento de chabolas de enfrente del metro Vallcarca. Una furgoneta con varios hombres sale del asentamiento en busca de chatarra. Leo que se han levantado unos cuantos por esta zona en los últimos dos años. Vallcarca siempre ha tenido fama de barrio okupa. Y de fiestas ilegales que no creeríamos.
Empiezo la ascensión hasta el barrio de El Coll y empiezo a cruzarme con casas bajas de diseño variable hasta bordear el parc de La Creueta del Coll.
En esta colina no hay posibilidad alguna de que te atropelle un ciclista. El esforzado atleta de los pedales, por estos lares de una edad considerable, te supera a paso inofensivo. Nada tiene que ver con la velocidad con la que bicicletas y todo tipo de vehículos con ruedas pasan rozándote allá por las llanuras del Raval.
Por no haber, en Vallcarca no puede haber ni skaters.
Qué bien se debe vivir en este barrio.
Un amigo me ha prestado, de sopetón, sin yo pedírselo, “Futbol al país dels soviets”. Entre los que me conocen, tengo fama ganada de interesarme por todo lo que suene a soviético. Todo mi entorno se preocupa porque lea cosas soviéticas.
Explica en el libro su autor, el estudioso de la pelota Carles Viñas, que en 1892 existían 40 clubs ciclistas, en la considerada como fiebre del deporte de las dos ruedas por todo lo ancho del imperio ruso. Hace casi 150 años, los rusos de a pie ya temían que iban a quedar relegados a una clase inferior en lo referido a transitar por la vía pública.
Y tomaron medidas.
“La proliferació de ciclistes pels carrers de les grans ciutats del país va suscitar reticències entre les classes populars, que percebien profanat el seu territori. Així al districte de Strelna de Sant Petersburg -ciutat que el 1903 tenia més de 25.000 llicències- els ciclistes eren apedregats sistemàticament. A les localitats rurals els camperols acostumaven a trencar ampolles damunt el paviment per dificultar el pas dels velocipedistes”.
Cuesta al Ondas
Pensaba yo en lo bien que se vive por estos lares, incluso el aire es diferente, como más puro, cuando me doy cuenta que mi Maps apunta a un lugar que es todas las cosas menos la parroquia de la Anunciación.
Así que tengo que bajar por Mare de Déu del Coll, una calle que mi memoria relaciona con las cuestas de otro barrio costerudo como el Carmel. A medio camino me encuentro con una señal que me avisa a mí y a mi niño interior: a la izquierda tengo la primera ubicación de la editorial Bruguera.
La calle Aldea zig zaguea, con unas curvas como paellas.
Zig Zaguea. Zig Zaguea.
Y si, aquí está, la editorial de Mortadelo y Filemón es ahora el centre Cívic de El Coll-Bruguera.
Y bajo otra pendiente y a menos de veinte metros me encuentro de repente con las dependencias de Ràdio Gràcia. Tanto tiempo subiendo a la emisora y no me enteré entonces que trabajaba justo al lado de la editorial más importante de mi infancia.
Durante una temporada, desde aquel bendito 2005, estuve subiendo todos los días a los estudios de Ràdio Gràcia en la calle Aldea. Los primeros días de la emisora digital scannerFM. Mi mili musical. Donde descubrí a gente que necesitaba conocer y aún no lo sabía. Supongo que, por entonces, no habría tantas cosas que consultar en internet.
De lo que si me enteré yo aquí una tarde de hace 18 años es que habíamos ganado un premio Ondas.
18 putos años han pasado ya.
Una mayoría de edad más que añadir a mi vida.
Sea como fuere, ahora la calle Aldea sí tiene sentido en mi memoria. En este bar de la esquina estuve yo esperando a artistas de la talla de Cristian Vogel, una noche en la que me coló a sus perras del infierno. Aquí arriba, “ande los diablos”, hicimos subir a algunos de los Djs con más caché de aquel momento.
Recuerdo una tarde de sábado, en la que el estadounidense Dj Rolando subió con su manager, que casualmente era su mujer. Yo pensaba, mira que hay mujeres en el mundo y vas a dar con una que es a la vez tu mujer y tu manager. Bueno, pues resulta que la buena señora necesitaba ir al lavabo y, lamentablemente, ese día la zona de los aseos estaba cerrada no teníamos llave yen la que me despisto, un compañero en un inglés de Badalona le comentó que si no se podía aguantar en la terraza había varias macetas donde poder desahogarse.
Éramos muy punkies.
Los que son muy punks de verdad son los también rusos Òlta Karawanen. Me gustan, no porque sean rusos, si no porque son muy buenos. Y muy punkies. Mezclas un tanto zafias, volúmenes descompensados de un Dj novato, pero si yo tuviera el dinero de un ruso con dinero iría personalmente a Berlín a contratarlos. Me plantaría delante de ellos y les diría: “He venido de Barcelona para contrataros”. Y si de paso alguien sabe el título del track del minuto 19 que dice algo así como “This is crack cocaine” pues que lo filtre si no es mucha molestia.
Con el patriarcado ruso hemos topado
Una vez reconsiderados los anclajes geográficos, por fin dirijo mis pasos hasta la calle Mare de Déu dels Reis a la que entro por la calle Farigola. De repente se abre un recodo y por ahí que se levanta la cruz de los ortodoxos.
Para ser la parroquia de los feligreses más ortodoxos de todos la veo un poco pequeña. Pero me atrevería a decir, sin ánimo de blasfemar que es coqueta. Los propios feligreses se encargaron de prepararla con sus propias manos para la fe más ortodoxa del mundo.
Desde fuera se escucha un balbuceo que me conecta con el transiberiano. No entraba en una iglesia ortodoxa desde nuestra visita a Tobolsk, el rincón más remoto del mundo en el que he estado (y probablemente estaré nunca).
Eso que escucho ahí dentro es un sacerdote orar en ruso. Da tanto miedo como el ruso que anuncia algo terrible desde, pongamos por caso, los altavoces de la serie Chernobyl. Todo el fatalismo de lo ruso está en ese rezo.
La última vez que vi con vida a mi amigo Daniel Nellstrum fue en su casa un día que le llevaba las fotos de un viaje en tren por Rusia. Eché en falta a su madre que siempre venía a saludarme. Cuando estaba a punto de marchar se abrió la puerta de una de las habitaciones desde donde apareció como de la nada. Se disculpó por no haber estado presente durante la visita. “Pero es que no me gustan nada los rusos. Odio a los rusos”.
Tengo de espaldas a mí a dos mujeres con velo y al propio cura. Las dos mujeres portan sendas criaturas en brazos. Ninguno de los tres se apercibe de mi presencia. Miro con mucho disimulo sin abandonar el quicio y reconozco la silueta de unas tres o cuatro personas más.
Yo ya antes de mirar se que no entraré.
No tengo valor más que para robar una foto.
Escuchando cosas rusas
Y qué mejor manera de acabar una newsletter rusa si no es con música rusa.
Nos vamos a despedir con el último álbum de Vladimir Karpov, un nombre tan ruso que da miedo (en la foto de Discogs no puede parecer más ruso) y que llegó a publicar en un sello bastante hipster como Not Not Fun. Como era de prever en un productor de ambient ruso, el hombre detrás de X.Y.R. reivindica el uso aparataje sintetizador de la época soviética con el que ha construido todo su sonido.
“More than ten years ago Vladimir got his first synthesizer - the Soviet "formant", from which his musical career began. In his work, he prefers soft timbres, wavy ambient and the pacifying mystery of the New Age, and his track record, for example, includes releases on the California label Not Not Fun or the Oakland Constellation Tatsu”.
Hasta la semana que viene amigos del progressive.
Bueno, y a los otros también.
Venga, arriba ese lunes.
Grandes recuerdos de los días de radio.