Síndrome de abstinencia
Pregúntame cómo es que llevo 10 días sin fumar sin (casi) proponérmelo
¿Y ahora qué?
Nunca antes había dejado de fumar.
Estoy en terreno ignoto.
Me siento como la Voyager 1 (porque de la 2 ya poco se puede decir).
He cumplido con ese deseo de todos los inicios de año.
Pero sin proponérmelo.
He dejado de fumar casi sin querer.
Nunca me he tomado en serio lo de proponerme dejar de fumar.
Aproveché una intoxicación que me tuvo noqueado durante un día entero, en el que (excepcionalmente) no tuve ningunas ganas de fumar, para apretar a correr sin mirar atrás.
Superé ese cerco de espinas que supone el hábito aprovechando un descuido del sistema.
Y en el momento de escribir estas líneas llevo diez días sin fumar.
Ha sido todo tan fortuito que ni siquiera recuerdo el último cigarro que fumé.
Tuvo que ser la noche del 27 de diciembre, a eso de las nueve de la noche, ese momento del final del día en el que bajo la basura y encaro la mejor parte de la jornada.
Así que.
Parece que he dejado de fumar.
O, mejor dicho, parece que estoy dejando de fumar.
Porque supongo uno nunca deja de dejar de fumar.
Ahora entra en juego mi carácter competitivo.
El marcador sigue contando días.
Antes contaba las horas. “200 horas sin fumar”, y me animaba.
Ahora ya me llega con los días que se convierten en semanas.
“Una semana sin fumar”, me digo.
Yo creo que mi cerebro no lo ha asimilado todavía.
Entonces me gusta provocarme a mí mismo y me pregunto: “¿Te imaginas que no fumaras nunca más?”.
Ser capaz de asegurar que no harás una cosa nunca más. ¡Qué horror!
Lo cierto es que aquello que nunca me atreví a encarar, ahora es una realidad.
Como es una realidad que antes por la calle era el único pringao que fumaba y ahora todo el mundo fuma y, por lo que veo reflejado en sus caras, con sumo placer.
Antes, cuando fumaba, bajaba cada tarde a la plaza a echar el último.
Recuerdo que era mi mejor momento del día.
Volvería a fumar sólo para tener una excusa con la que bajar a la plaza y echar el último y ver como juegan los niños al cricket y al fútbol a la vez, mientras el sol cae y el tiempo se suspende, que diría el poeta.
Fuego cruzado de pelotas que vuelan sobre cabezas despistadas.
Fumaba entonces ese cigarro bisagra que servía de paréntesis entre un final (de las obligaciones día) y un inicio (el de los placeres de la noche).
Un cigarro fumado entre dos estados de ánimo.
Soy de ese tipo de personas que piensan que lo fronterizo siempre crea adicción.
De adicciones me habló un señor que se me acercó el otro día, justo cuando estaba a punto de aposentar mis reales en el banco. Estaba indignado porque los adictos a la heroína dejan por norma sus enseres a la vista. “Yo también me pincho pero no cuesta nada tirar las cosas a la basura. Me siento una mierda como persona, pero peor me sentiría si algún niño se pinchara accidentalmente con mi aguja”.
Sin yo tener oportunidad de emitir opinión alguna al respecto siguió con su charla. “La gente se ríe de mí porque me enganché a la heroína pero yo a todos les digo que no se confíen. Piensa que toda la vida le he tenido miedo a las agujas”.
Me comenta mi interlocutor que estuvo en las milicias de la guerra de los Balcanes. Una vez finalizada la misma empezó a ganar mucho dinero (“unos tres mil euros al mes”) en una empresa búlgara que fabricaba armas. Y parece ahí estuvo el problema. Vida desahogada en lo económico combinada con traumas de la guerra. “Vi cosas terribles. A un compañero lo mataron clavándole un destornillador en la frente. Esa visión vuelve a mi mente cada uno de los días de mi vida desde entonces”. Empezó a faltar al trabajo. Se quedó en la calle en pocos meses.
Me muero de ganas de saber de dónde de los Balcanes es exactamente, pero me prometí hace tiempo no preguntarlo más.
Como tampoco pregunto ya eso de “en qué trabajas”.
De los Balcanes, por cierto, hablaremos largo y tendido la semana que viene.
La guerra de las adicciones
«Las drogas y la guerra siempre han tenido una estrecha relación. La transformación psicológica que un ser humano corriente tiene que hacer para enfrentarse a la violencia en un conflicto armado es de tal magnitud que, salvo en algunos individuos excepcionales, requiere de elementos de soporte, entre los que habitualmente se encuentran las drogas. Así se ha documentado desde la historia antigua, pero sobre todo adquirieron una enorme relevancia a partir del siglo XIX, conforme el poder aniquilador de la maquinaria bélica iba en aumento».
La charla de la otra tarde con el drogodependiente concienciado me ha recordado el libro “Salida de las tinieblas. Memorias de un toxicómano en la República, la guerra y el franquismo”, un bestseller de 1976 que, con el tiempo, quedó descatalogado, hasta hace unos tres años que lo reeditó Comares.
“Antes que revistas como Ajoblanco , el cine quinqui o la movida madrileña expusieran abiertamente el consumo de drogas en España, las memorias de Juan Alonso fueron una reflexión excepcional y pionera en este campo”.
Una cosa me quedó clara después de devorar el libro.
Fatalidad es ser adicto a la morfina y que llegue la guerra civil y te pille en el bando de los perdedores. De la guerra en adelante, la vida de Juan Alonso Pérez irá de culo, cuesta abajo y sin frenos, para un total de treinta y ocho años enganchado a las drogas (llegó a depender de tres sustancias a la vez: la morfina, las anfetaminas y el alcohol, para Juan, que de eso entiende un rato, la peor droga de todas, la que le hizo perder los papeles, fue precisamente el alcohol).
El libro relata en primera persona una caída a los infiernos en toda regla (o a las tinieblas del título), que nos lleva en paralelo por parajes poco transitados hasta entonces, como la descripción del consumo de drogas en la guerra civil.
Pero si el libro está bien, el prólogo del editor Jorge Marco está aún mejor. Para contextualizar las hazañas del protagonista se nos ofrecen varios datos del consumo de drogas en este país en la primera mitad del siglo pasado (además de desmentir el malentendido histórico que afirma que la guerra civil fue la primera contienda en la que las anfetas estuvieron presentes en un contexto bélico).
Una de las evidencias que se extraen del prólogo es que los primeros morfinómanos de aquella época fueron los profesionales que tenían la droga más a mano: es decir, médicos, como es el caso de nuestro Juan, y los farmacéuticos.
Nota del autor: Escribí sobre este libro, el primero que leí en estado de alarma, en mi antiguo wordpress que puedes recuperar desde aquí.
Tren a París
Pero dejemos las drogas y hablemos de música.
Otra enorme adicción.
Otra potente droga.
Se supone que esta es buena.
Tengo aquí apuntado que el próximo miércoles 10 de enero es el cumpleaños de la cantante franco-marroquí Danielle Ebguy aka Sapho. Hasta los 16 años vivió en Marrakech y es una defensora de la paz en Oriente Medio.
En nuestro país no ha trascendido demasiado la figura de esta escritora, poeta, enamorada del punk y de Janis Joplin. En algunas fotos recuerda a la, esta si más popular en nuestras fronteras, Desireless.
Debo reconocer que descubrí a Sapho por este edit del nicaragüense Carlos Alfaro. La globalización era eso.
Tuve clavada en la melodía en el hipotálamo durante semanas (bueno, las mismas que pasaré con ella después de recuperarla para vosotros).
De Sendai de toda la vida
Hacía días que no os pinchaba algo de algún Dj japonés.
Hacía tiempo también que la serie de mixes whypeopledance había dejado de saciarme. Hasta que esta semana le han dado la alternativa al Dj japonés, Chida. Uno de eso Djs amantes de las sesiones largas, de más de 8 horas.
Recuerdo que una vez le pregunté a Sven Väth por una de sus maratonianas sesiones en la Love Parade. De esas en las que podía estar pinchando 24 horas sin ir al lavabo. Se enfadó porque le pregunté si en ese tipo de sesiones se ponía como reto no repetir los temas. Me dijo algo así como: “Pues claro que repito algunos temas, esto de pinchar no es ninguna competición”.
Aquí tenéis dos horas y media de este Dj habitual en fiestas despendoladas como las berlinesas Cocktail D'Amore con su proyecto Mascaras.
Aquí remezclando que es gerundio:
Ya sea una hora o siete, los nipones siempre tienen una manera muy especial de llevar las sesiones. Me gustan porque no son nada lineales.
Y además pinchan sus cosas asiáticas que no son fácilmente rastreables por Shazam.
La sesión que estaba esperando para encarar la cuesta de enero.
Un enero que se abre ante mí esplendoroso.
Nos leemos la semana que viene.