“Un adolescente de 16 años está en su cuarto, delante del ordenador, mientras sus padres descansan en el sofá después de la dura jornada. No saben qué está haciendo. Ni les importa, con tal de tenerlo «controlado». Mejor eso que verlo en la calle delante de una tienda de alimentación de chinos. Con sus carteles de bebidas Monster y de patatas fritas Lay’s descoloridos por la intemperie, medio arrancados de los cristales. Al menos no está en uno de esos grupos en los que las chicas llevan pantalones ajustados y se ríen a carcajadas provocadoras”.
Es tiempo de Navidad.
Es, por tanto, tiempo de juego.
Aún nos queda el sorteo del Niño.
Feliz año, a todo esto.
Lo que cuenta este libro es terrible.
Es terrible porque nos pone delante de casos reales de gente enganchada al juego.
Y es terrible también porque nos destripa las “engrasadas” relaciones entre los operadores de juego online y el sistema que nos gobierna.
Cuando era pequeño entendía se jugaba para celebrar la vida.
Este libro nos demuestra que muchas empresas del juego se enriquecen con el desencanto que va carcomiendo nuestras vidas. Vidas que se parecen poco a las de cuando éramos pequeños:
“Entre las personas adictas al juego atendidas en la ASEJER (Asociación Sevillana de Jugadores de Azar en Rehabilitación) en el año 1997 habías más casados que solteros. No sólo eso: en esa muestra el índice de divorcios - entre el 6% y el 12%- era menor que la media de la población de España: del 15%. Otras adicciones rompen noviazgos, familias enteras. De una sacudida, con cuchillo de carnicero, con un tajo sobre la tabla de madera. Pero el juego no: la ludopatía actúa por contagio”. Luis Díez y Daniel Díez en “¡Jugad, jugad, malditos!”.
Si en una timba no reconoces al primo, es que el primo eres tu
“Lo que uno espera de la ruleta, al menos en teoría, que todos los números salgan con la misma frecuencia porque todos tienen la misma probabilidad. 1 de 37 en este caso. Pero eso no ocurre así. Afortunadamente. Esa es la imperfección que provoca que haya juego. No podemos pensar que todos los números son iguales. Pero eso pasa en nuestra sociedad también, que pensamos que todos somos iguales, como los números de la ruleta”- G.G. Pelayo.
Al que pillamos jugando una mañana en su casa de al lado del Retiro fue a Gonzalo García Pelayo.
El productor de músicos como Smash y Triana y terror de los casinos de todo el mundo nos concedió a Anna y a mí una entrevista en 2017 (que puedes recuperar desde aquí).
El también director de cine estaba apostando online por un partido que recordaré toda la vida. Un insulso, en apariencia para el público del montón, Eibar-Español le había llamado la atención.
Pero no por una impulsiva corazonada, más bien por alguna razón lógica.
Lo malo es que no la recuerdo.
O probablemente no me la dijo.
De todas maneras, da igual porque no voy a apostar más en mi vida.
La ocasión en la que estuve más cerca de la ludopatía fue hace un lustro cuando jugué durante tres años seguidos al Comunio con varios participantes catalanes y valencianos.
Una tontería. Ni siquiera nos jugábamos dinero. Sólo la honrilla*.
*La honrilla que no te quedaba apenas cuando te descubrías siguiendo un Getafe-Levante como si te fuera la vida.
Allá en el mes de julio, varias semanas antes de que comenzara la liga, en la que se refleja el rendimiento de los jugadores que fichas, ya estás enfocado en comprar a los mejores que van apareciendo en cuenta gotas por el mercado y que empezarán a jugar en campos de juego reales a mediados de agosto.
Ese goteo de nuevos jugadores llegaba de madrugada, así que de buena mañana, me vi bebiendo el café y pendiente de los chollos que tenía a bien ofrecerme el mercado.
Me di cuenta de que si quería ganar tenía que estar pendiente de esto.
Un buen pico de miradas furtivas al móvil aprovechando cualquier pausa.
Total, que en la tercera temporada acabé ganando, además en la ultimísima jornada (un torneo aquel muy ajustado que es algo muy raro teniendo en cuenta la cantidad de puntos que se mueven durante los nueve meses de competición liguera).
Gané y decidí que lo mejor momento era retirarme.
El juego no iba aportarme más alegrías.
Por lo demás, ya me vería con los valencianos, yo que sé, en algún afteruzo.
“En los hombres, la sustancia equivalente al juego es la cocaína. En las mujeres, la morfina (…) Ellas buscan el la llamado «efecto oasis». Evasión. Un paraíso en el que los problemas -laborales, domésticos- desaparecen de golpe (…). Es por esto por lo que las mujeres prefieren los juegos continuos -un estímulo tras otro, rápidamente-, los que se prolongan sin interrupciones. Sus preferidos son los de azar puro: aquellos en los que la habilidad y los conocimientos -sobre fútbol o sobre lo que sea- no cuentan para nada. Las mujeres apagan el ego cuando juegan”. Luis Díez y Daniel Díez en “¡Jugad, jugad, malditos!”.
El azaroso hombre aleatorio
Si para el ludópata el juego se convierte en modo de vida, ¿que podemos decir de la persona que toma TODAS sus decisiones a partir de lo que le dicten los dados?.
Este es el punto de partida de “El hombre de los dados”, novela de culto del psicólogo Luke Rhinehart, de nombre real George Powers Cockcroft.
Su alter ego en la novela decide un buen día que está harto de lo previsible de su vida y apuesta por decidirlo todo según lo que le dicte el azar, en este caso materializado en unos dados que lleva siempre consigo.
El libro explica que, en algún momento, el buen seguidor del dado tiene que barajar la posibilidad de violar o matar a alguien.
Estamos, por tanto, ante una historia muy potente que reflexiona en torno a las convenciones y como modelan nuestro carácter.
“Los trastornos psicológicos más importantes, las «crisis de identidad», surgen cuando un individuo cambia el público ante el que actúa: de padres a pares; de pares a las obras de Albert Camus; de la Biblia a Hugh Hefner. El cambio de yo-soy-aquel-que-es-un-buen-compañero constituye una revolución. Por otro lado, si los compañeros del hombre aprueban la fidelidad un año y la infidelidad para el siguiente, y el hombre pasa de marido fiel a calavera, no se produce ninguna revolución. El dominio de la clase sigue intacto; tan sólo se ha visto alterada una cuestión menor”.
Las desventuras de Rhinehart son fabulaciones de su alter ego Cockcroft, pero son tan subyugantes sus creencias y toda la filosofía que se desprende de ese azar que dirige el rumbo del psicólogo, que a partir de su publicación en 1971 varios de sus seguidores se tomaron al pie de la letra todo lo leído y acabaron formando una especie de congregación secreta mundial.
El escritor francés Emmanuel Carrère explicaba en un compendio de artículos alojados en “Conviene tener un sitio adonde ir” como dio con uno de esos fieles en Madrid. Un tal Óscar Cuadrado le explica que, para seguir los dictámenes del dado, hay que respetarlo siempre, no valen medias tintas “con ese Dios que es el dado”.
Una de las opciones que se ponen a prueba debe ser «difícil», aunque Cuadrado aboga por un uso lúdico de los dados (de hecho, él le supo sacar rentabilidad, se fue a vivir a las Islas Mauricio por azar y una vez allí decidió editar en castellano la obra del poeta local Malcom de Chazal).
Así que si tu mejor amiga últimamente se comporta de manera un tanto aleatoria, no es que esté loca, bien podría ser un hombre de los dados.
“Cuando un ser humano es él mismo, y se deja llevar por su carácter más íntimo, adoptando con naturalidad las máscaras que le son apropiadas, plenamente integrado en su entorno, lo normal es que no sea consciente de las sutilezas de la conducta de los demás. Sólo si la otra persona rompe un modelo de conducta convencional, la conciencia resulta estimulada. No obstante, el romper mis modelos establecidos era algo amenazador para mis profundamente arraigados «yos», y me llevaba a un nivel de conciencia inhabitual, desde el momento en el que el instinto del comportamiento humano tiende a encontrar entornos que faciliten la relajación de la conciencia. Al crearle problemas a mi «yo», creaba pensamiento. Y creaba más problemas”.
Estuve en Las Vegas hace unos años. Pasamos por estos famosos casinos, rodeados de una miseria humana, zombis enganchados a las tragaperras. Solía apostar de vez en cuando en Londres en las carreras de galgos pero era diversión y punto final. Cuando se deja de disfrutar, aquí ya empieza el problema