Mis tres finales favoritos del siglo XX.
El final del planeta de los simios.
El final del imperio contraataca.
Y el final del imperio austrohúngaro.
Muy probablemente la primera vez que escuché nombrar al imperio fuera en una película de Luis García Berlanga.
El genial director valenciano se acordaba del imperio en todos sus filmes.
En una de sus pelis se escucha una voz en off que dice: “Ese mapa dulce y optimista donde todavía existe un imperio austrohúngaro”.
El imperio austrohúngaro como sinónimo de viejo, caduco, gastado, clasicorro…
Pero también como analogía de un tiempo de formas bellas que ya pasó, que ya fue...
En realidad sólo fue capaz de mantenerse en pie durante 51 años.
51 años son los que tengo.
O sea, duró poquísimo.
Pero antes de continuar.
Unos minutos musicales.
Y es que está a punto de comenzar el Sónar.
El imperio austrohúngaro de los festivales de electrónica.
El dúo barcelonés Alma X le dedicó un tema que apareció publicado en el sello Austrohúngaro.
“Por aquel entonces, antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los hechos de los que se informa en estas páginas, todavía importaba si un hombre vivía o moría. Cuando uno era retirado de la multitud de los terrestres, no llegaba otro enseguida para ocupar su lugar y borrar la memoria del difunto, sino que quedaba un hueco donde este faltaba, y los testigos de su desaparición, tanto los cercanos como los lejanos, callaban cuando veían ese hueco”.
El final del imperio austrohúngaro supuso el final de una era y el inicio de otra.
Para algunos historiadores, el siglo XX empieza a tomar forma con el final de la primera guerra mundial y la consiguiente derrota de esos tres imperios como tres imperios de grandes. A saber: el ruso, el otomano y el austrohúngaro.
Y si hay un libro que describe con buen pulso el final del entramado de la doble corona centroeuropea ese es “La Marcha Radetzky” de Joseph Roth.
La marcha Radetzky también es lo que escuchas el primero de enero mientras comes techo, si es que has llegado a casa antes del mediodía (foto de más arriba).
“Ya está un poco pasado de moda, discúlpeme usted, ese código de honor. Después de todo estamos en el siglo XX, piénselo. Tenemos gramófonos, podemos llamar por teléfono a más de cien kilómetros de distancia, y Blérior y los demás son capaces de volar. Y yo no sé si usted lee periódicos y si sabe algo de política, pero dicen que la constitución está a punto de ser reformada por completo. Desde que se aprobó el sufragio universal, igual y secreto, han ocurrido toda clase de cosas, aquí y en todo el mundo”.
El imperio que cosía mitteleuropa contenía hasta 13 países que hoy son independientes: Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia y Bosnia y Herzegovina, así como algunas partes de Serbia, de Montenegro, Transilvania, el Banato Oriental y Bucovina en Rumania, la Galitzia occidental y Silesia en Polonia, y la Galitzia oriental y la Rutenia Transcarpática en Ucrania, sin olvidarnos de Trieste en lo que hoy es Italia.
Uno de los protagonistas de esta novela de ascendencias familiares marcha a servir al emperador Francisco José a los confines del imperio, en la frontera con el ruso. Un puesto de guardia considerado como purgatorio de los soldados en tiempos de paz, donde uno sólo se podía refugiar en el juego y la bebida (otro libro que habla de purgatorios en tiempos de paz es de Buzzati y te hablé de él hace sólo un par de unas semanas).
En el libro se nos habla de las particularidades de la gente que vive en esta línea fronteriza entre dos colosos. La gente fronteriza que sintió llegar la primera guerra mundial antes que los demás, “no sólo porque estaban acostumbrados a adivinar lo que se avecinaba, sino también porque cada día podían ver con sus propios ojos los presagios del desastre”. Aunque esas gentes con un pie en cada mundo también sacaban provecho de los preparativos del conflicto entre las dos potencias: “muchos vivían del espionaje y del contraespionaje, y recibían florines austríacos de la policía austríaca o rublos rusos de la rusa. Y en el yermo remoto y pantanoso de la guarnición algunos oficiales caían en la desesperación, en los juegos de azar, en las deudas y en las malas compañías. Los cementerios de las guarniciones fronterizas escondían muchos cuerpos jóvenes de hombres débiles”.
Todo esto a menos de “dos leguas”, a unos 14 kilómetros, de Rusia.
“Esta época ya no nos quiere. Esta época sólo quiere crear Estados nacionales. Ya no creemos en Dios. La nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia. Se apuntan a asociaciones nacionales. El emperador alemán puede reinar aunque Dios le abandone. Si es necesario, reinará por la gracia de la nación. El emperador de Austria-Hungría no puede ser abandonado por Dios. Pero Dios le ha abandonado”.
Porque en aquella época, para lo súbditos de Francisco José era imposible pensar más allá de las fronteras del imperio:
“Y hete aquí que había países extranjeros que no eran súbditos del emperador Francisco José I, que tenían sus propios ejércitos, con miles de tenientes en guarniciones pequeñas y grandes. En esos países el nombre del héroe de Solferino no significaba nada en absoluto. También allí había monarcas. Y aquellos monarcas tenían sus propios salvadores. Era desconcertante”.
Esto de aquí abajo me hace pensar en el tiempo presente, con todo eso que está por llegar con la IA:
“Esta es la época de la electricidad, no de la alquimia. Y también es la época de la química, ¿comprende? ¿Sabe cómo se llama? Nitroglicerina. -El conde pronunció cada sílaba por separado-. Nitroglicerina. -repitió-. Se acabó el oro. En el palacio de Francisco José aún se alumbra con velas, ¿comprende usted? Serán la electricidad y la nitroglicerina las que nos destruyan. Y no falta mucho, no falta mucho”.
El esplendor austro-húngaro tratado por un par de argentinos
“El fin del imperio austro-húngaro significó no el fin de una cárcel de naciones, como habían dicho los historiadores en 1920, si no el fin de la última ecúmene. El fin de un estado supranacional que de alguna manera significaba un ámbito de paz. Superador. Unificador, no sólo política y territorialmente, si no que era el espíritu de una época. Un espíritu común que era transnacional. No es la unión de naciones austro-húngaras. No era una liga. No era la Unión europea. Era un ámbito de contención para las naciones que lo formaban”.
Defensores del imperio austro-húngaro desde, como ellos mismos proclaman, un estado fallido desde hace 80 años como el argentino. “No nos da el apellido ni la geografía”, dice uno de ellos. Pero es que además, como se puede ver en el vídeo, se pasan el mes de febrero en manga corta y con ventilador.
Cada uno defiende lo que quiere.
Se habla de “lograr inmortalizar literariamente de forma exquisita un esplendor que ya no volverá” y de “tratar de restituir la belleza del mundo”.
Estoy enganchado a estos dos snobs.
El hombre desnortado
“He cortado con el psicoanálisis. Tras haberlo practicado con asiduidad durante seis meses, estoy peor que antes. Aún no he despedido al doctor, pero mi decisión es irrevocable. Por lo pronto, ayer le mandé recado de que no podía ir a verlo y dejaré que me espere unos días. Si estuviera del todo seguro de poder reírme de él sin irritarme, sería capaz incluso de volver a verlo, pero temo que acabaría poniéndole las manos encima”.
El imperio austrohúngaro como último espacio de resistencia del siglo XX.
Con el imperio se acaba la coherencia.
Y el novelista tiene que dejar de lado el orden del tiempo.
La novela, a partir del “Ulysses” de Joyce, aparta la realidad tal y como se conocía hasta entonces y se convierte en la producción de un deseo.
Joyce, justamente, como valedor de su amigo Italo Svevo.
Y Svevo como valedor de su ciudad, como personaje de su novela más famosa: “La conciencia de Zeno”.
Trieste como ejemplo de ciudad liminal. De austríaca imperial a ciudad italiana. La menos italiana de las ciudades italianas. Se abre a los ojos de los foráneos entre el recogimiento mitteleuropeo y la luminosidad mediterránea.
Cada vez tengo más ganas de conocer Trieste. Ciudad de la que estuvimos hablando hace unos meses.
Y si hablamos de Trieste debemos referirnos a escritores como este Italo Svevo (en realidad un alias, una mitad sugiere a Italia, la otra al oriente de Europa).
El triestino aprovecha sus conocimientos en psicoanálisis para escribir una de las novelas del siglo pasado.
Una novela que describe lo que piensa el hombre descolocado.
El hombre dislocado.
El hombre, al que el inicio del siglo XX con todos sus avances tecnológicos, sociales y militares, le despoja de sus atributos.
Con el fin del Imperio llega el inicio del hombre inútil.
Y hasta ahora.
Nos quedamos sin atributos para ser integrales.
Sin atributos para ser un ente total.
En este caso que nos ocupa, el protagonista es un burgués desnortado.
Un burgués desnortado que tira de ironía y de humor para sobrellevar su disloque.
Un burgués que siempre está fumando su último cigarrillo y lo deja.
Esto lo he aprendido mientras dejaba de fumar: uno no quiere dejar de fumar porque en realidad lo que no quiere es dejar de ser uno mismo.
“Ahora que estoy aquí, analizándome, me asalta una duda: ¿me habrá gustado tanto el cigarrillo para poder achacarle la culpa de mi incapacidad? ¿Habría llegado a ser el hombre ideal y fuerte que esperaba, si hubiese dejado de fumar? Tal vez fuera esa duda la que me encadenó a mi vicio, porque la de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir. Lanzo esa hipótesis para explicar mi debilidad juvenil, pero sin convicción firme. Ahora que soy viejo y nadie me exige nada, sigo pasando del cigarrillo al propósito y del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos? ¿Acaso me gustaría, como a ese viejo higienista descrito por Goldoni, morir sano tras haber vivido enfermo toda la vida?”.
Un tema del que se habla poco?