Facebook se empeña en que no lo olvide.
Sabe que no pasamos por nuestro mejor momento.
Para salvar lo nuestro me envía recuerdos.
Recuerdos que, en realidad, son sus recuerdos.
Las redes nos tratan como pacientes con alzheimer.
Así que aprovecharé toda esa antigualla digital para algo útil. Para sacar la newsletter del día de Reyes.
Tengo por aquí un recuerdo o que dice que ha pasado una década desde que recibí un mail de respuesta del Comité de Relaciones Culturales con el Extranjero de Corea del Norte a mi interés por visitar como periodista el país más hermético del mundo. Por el módico precio de 6.800 euros tenía derecho a escuchar la versión oficial de las autoridades oficiales de un país en el que todo es oficial.
Dije que no, que gracias, que no me interesaba.
El Hard Rock Café de fa cent anys va fer aïgues
La semana pasada me sopló FB también que el 30 de diciembre de hace diez años (es decir, el día más tonto de 2014), fuimos de excursión al kilómetro seis y medio de la carretera de l’Arrabassada, para comprobar el estado de las ruinas del casino del mismo nombre.
Para situarnos. A este lado de Collserola ya pisamos comarca del Vallès. Estamos oficialmente en Sant Cugat.
Espía nuestra llegada un comodín o joker (foto de arriba) asomado a su futuro y encuentra esparcidos por el suelo los escombros del sueño burgués de la Barcelona de hace más de cien años. Está condenado a ser testigo de cómo la naturaleza devora lenta, pero inexorablemente, la gran apuesta de ocio de la Barcelona higienista.
Antes, todo eso eran viñas y ahora es maleza que crece y nos complicará la vuelta al coche.
Ojo si os da por emular la aventura, porque estos días son muy cortos y la falta de luz dificulta la orientación por los alrededores.
Un comentario de este vídeo de Televisió de Sant Cugat, en el que se resume la historia del casino, hace balance de los vestigios que quedan en pie: “En mis exploraciones he encontrado un kiosco de bebidas de inspiración gaudiniana, su almacén, algunos muros, registros de canalización eléctricas y de agua, la torre que sostenía los vientos de la montaña rusa... Seguro hay mucho más, pero la vegetación es densa y tupida. También existe el peligro de que la luz sea escasa y es fácil tener un accidente. Lo que si es visible es la escalinata que descendía a las atracciones, y por supuesto el mirador donde estaba la centralización eléctrica y el transformador”.
El casino fue el sueño húmedo de los empresarios de la época. Se frotaban las manos los hombres del sombrero de copa con este primer intento de conjugar turismo + juego + naturaleza. ¿Qué podía salir mal? Pues todo. Se fue torciendo el plan desde sus inicios.
El proyecto fue dando tumbos a medida que se iba ajustando la reglamentación del juego por parte del Estado y sufrió la estocada decisiva con la prohibición de Jose Antonio Primo de Rivera en 1924 (decisión que afectó también a otra ciudad con casino importante como San Sebastián y desvió a veraneantes del vicio del juego hasta Biarritz).
El marco que debía regular el juego era motivo de vívido debate entre la opinión pública de hace más de 110 años, tal y como podéis comprobar en esta carta, en la que el periodista y diputado en las Cortes, Salvador Canals, se preguntaba también por el disparadero internacional que le espera a nuestra sempiterna ciudad de los prodigios.
“Y en busca del negocio llegó a la Rabassada el «mundanal ruido», en forma de Casino o de Kursaal, con su pacotilla de mujeres pintadas, con sus orquestas y con sus ruleta y sus barajas. Ya porque prevaleciera la idea de los que hace mucho tiempo venían diciendo que «eso» era lo único que le faltaba a Barcelona para convertirse en una gran ciudad de mundial atractivo (…) Llamando a las cosas por sus nombres propios, ¿cómo hemos de poner en duda que la tolerancia para el juego es cosa muy distinta respecto del Casino de San Sebastián y respecto de la Rabassada de Barcelona? Barcelona tiene elementos de vida económica, y aun para atraer forasteros sin necesidad de que se instale en ella un gran garito internacional”.
La red social Facebook me remite a un recuerdo de lo que queda de un recuerdo. Si seguimos así acabaremos sin encontrar el camino de vuelta al presente. La maleza del pasado cada vez es más alta.
Ginkgo biloba
Pero dejemos ya el pasado.
Es 1 de enero de 2025, estamos vivos, sin resaca y le propongo a Anna una misión. Soy de esa clase de personas.
En casa soy el soldado de las misiones posibles.
Esta vez se trata de encontrar el ejemplar de ginkgo biloba plantado en Barcelona, concretamente en los jardines de Mossen Cinto Verdaguer (nota del autor: un lector me escribe para decirme que existe otro ejemplar en los Jardines de Can Bacardí en Travessera de Les Corts).
El ginkgo biloba es un fósil viviente originario de la China donde lleva cultivándose desde hace 3000 años. Único superviviente de su especie Ginkgopsida. Lleva 200 millones de años siendo el mismo árbol. Estamos, por tanto, delante de otro recuerdo. Este por lo menos sigue vivo. Un recuerdo que sigue vivo... Buen oxímoron para empezar el año.
No es que un día me levanto y pienso en ir a buscar el ginko biloba. Es que este árbol sale citado varias veces en uno de mis libros favoritos de los leídos antes de que se acabe el año: Física de la tristeza (un libro de los de subrayado contínuo). De su autor, el búlgaro Gueorgui Gospodínov, reencarnado en Ginkgo biloba, hablaremos en breve.
“Recuerdo haber nacido como rosal silvestre, como perdiz, como Ginkgo biloba, como caracol, como nube de junio (el recuerdo es fugaz), como azafrán otoñal de color lila cerca de Halensee, como cerezo prematuro helado por la nieve tardía de abril, como la nieve que heló el crédulo cerezo… Yo somos”.
Ya hace tiempo que he dejado mi agenda al albedrío que marcan los libros.
Para llegar al parque de nuestro fósil con raíces tomaremos una calle muy agradecida para el observador compulsivo: la calle Blasco de Garay. Este inventor de escafandras y otros dispositivos marinos al servicio del Rey da nombre a esta vía de pendiente suave, pero constante, con la que que cruzaremos todo el Poble Sec. Si el caminante agudiza un poco la vista se dará cuenta de la gran cantidad de cables que se muestran al aire, completamente desmadejados, colgando de la paredes de los edificios de esta calle perpendicular al Paral·lel. Como raíces que se suben por las paredes. Nos preguntamos quién será el responsable de esta pelada de cables urbana. Nos quejamos del Raval, pero Poble Sec también tiene lo suyo. Por muy de moda que se haya puesto la peripuesta calle Blai, el barrio de Serrat también tiene sus desconchados.
En un momento, llegaremos a la desconcertante plaza del Sortidor (es cuadrada y un porcentaje nada desdeñable de la misma está ocupado por la boca de un parking) y emprendemos el tramo definitivo hasta uno de los barrios con más encanto de la ciudad, la Satàlia, puerta de entrada de Montjuïc. Anna y yo descubrimos este barrio una mañana sin rumbo y de andar mucho para compensar el encierro pandémico.
Por el camino de este primero día del año nos cruzamos con muchos extranjeros con cara de poca resaca. Son los foráneos que vienen a la ciudad a aprovechar el día. Limpitos, huelen bien, nos superan con sus largas zancadas.
“Bonica és la rosa
més ho és el ram
més ho és el lliri
que floreix tot l’any”.
Verdaguer.
Una vez en los jardines del poeta y religioso de Folgueroles te puedes entretener buscando ejemplares de ranitas, nenúfares y admirando ejemplares de cedro del Himalaya. Y entonces se me dispara la imaginación. Lo exótico en la fauna y la flora proyecta en mi la ficción de cuando era pequeño. Y aquí lo exótico lo tengo a unos 40 minutos andando de casa.
No se lo digáis a nadie pero a mí el árbol me ha dejado un poco frío. Conozco fósiles vivientes con más cuerpo.
Volveremos al Raval en la mitad de tiempo que hemos empleado para subir a la montaña. Tantos años cogiendo la línea lila del metro y nos nos habíamos percatado que hay una especie de funicular, con forma de vagón de metro de bolsillo, que te lleva de la conocida como montaña de los judíos (aka Montjuïc) hasta la parada de Paral·lel y en menos de cinco minutos.
Un funicular llevaba a los jugadores empedernidos hasta el casino de l’Arrabassada y otro nos devuelve a casa desde los 177 metros de altura de la montaña de Montjuïc.
Por un momento parece que estés en el túnel de un templo maldito en, yo que sé, Beluchistán, pero en un momento sales por la andana de la reluciente línea 2 del metro.
No hay nada como hacer el turista en tu propia ciudad.
Pareciera que si, pero no.
Barcelona nunca te la acabas.
Y aquí estaremos para explicarlo.