“Es difícil establecer hasta dónde se extiende nuestro mar y dónde deja de serlo. Los marinos de la Antigüedad fijaron sus límites entre las costas de Asia y las Columnas de Hércules, desde el Euxino hasta el océano. Los sabios opinaban que llegaba hasta donde crecen los olivos, las higueras, las palmeras. No todos los lugares son proclives al mar, en algunos la tierra firme lo acepta, en otros lo rechaza. Las fronteras del Mediterráneo no son sólo geográficas”. Predrag Matvejević.
Vivo en Barcelona pero como muchos barceloneses apenas me acerco al mar.
Ahora todo es más fácil, la arena está más o menos limpia y llegas en metro a la playa, pero antes acercarse hasta la costa suponía riesgo de coger poco menos que el tifus.
La contaminación del agua de playas hoy populosas como la Barceloneta desaconsejaba el baño, la arena también era un peligro con jeringuillas abandonadas como minas nazis por heroinómanos que no pasaron de los 80 (de la década, está claro).
Toda mi infancia viviendo de espaldas al mar. Playa escamoteada, razón por la cual soy incapaz de aproximarme a menos de ¿500? ¿300 metros? de la costa.
Las fronteras del mar son psicológicas.
Recuerdo, eso sí, los tiempos (casi) felices de cuando apenas tenía conciencia y me dejaba arrastrar por mis padres hasta la playa de Badalona, un poquito mejor que la de Barcelona, un poquito solo... Aquellos helicópteros sobrevolando la cornisa mediterránea...
Era ver llegar por el horizonte esas bestias mecánicas y todos esos padres empezaban a tensar músculo como marines en Vietnam. Sabían por experiencia que quedaban pocos minutos para que diluviara merchandising de Nivea y hordas de padres se quitaban la camiseta sin miedo al moreno paleta para correr hacia el agua. Algunos disimulaban haciendo creer a sus semejantes que leían el Marca. Mi padre tenía mucho estilo zambulléndose y se mantenía un buen rato buceando, -argumentaba al salir que para esquivar las medusas que se mantenían a flote-, pero su técnica le hacía perder las pelotas de vista y siempre volvía a la arena con las manos vacías.
Esa era mi playa en los años 80.
Es una historia triste, lo sé, pero no quiero que desvíe nuestra atención respecto a lo que vamos a hablar hoy.
Del mar, de la mar…
De lo que supone ser mediterráneo
Parece que el mejor libro sobre el Mediterráneo lo escribió un bosnio.
“De los mediterráneos se dicen muchas cosas. Rara vez se los elogia, ni siquiera cuando lo merecen, y a menudo se les reprende incluso cuando no hace falta”.
Para superar mi fobia al mar nada mejor que la lectura de libros con el mar de fondo. Por ejemplo, este Breviario Mediterráneo de Predrag Matvejević, oriundo de la localidad bosnia de Mostar, nos dejó hace siete años pero le dio tiempo a escribir para la posteridad uno de los más reputados tratados sobre la “mediterraneidad”: esa enfermedad consistente en quedarse en casa completamente imposibilitado cuando llueven cuatro gotas (con un prólogo de Claudio Magris del que hablamos hace unos meses por aquí a costa de su Danubio).
“Casi todas las islas, no sólo Córcega, han planeado independizarse más pronto o más tarde del país del que dependían. Sin embargo, no logran separarse de sí mismas. El Mediterráneo genera esos propósitos, pero no los apoya”.
Predrag recorrió toda la cornisa mediterránea para conocer las particularidades de este mar tan cálido como impredecible. Se topó con milagros de la técnica marinera como el nudo de culo de puerco que descubrió en el Museo Marítimo de Barcelona.
Fue consciente de la importancia del alquitrán, sin el cual, es impensable la construcción de un barco, ni siquiera el más pequeño: “Los constructores navales árabes fueron los primeros en utilizarlo”. Del misterio de esa pieza, tan peliculera que es el mascarón de proa, nos dice que “es difícil descifrar qué relación mantiene con el mar, porque está ligado con lo que menos conocemos de él”.
Un libro fascinante y poético en el que también se nos presentan personajes no menos fascinantes. Como el gourmet Marco Gavio Apicio, coetáneo de Augusto y Tiberio, con una imaginación para la cocina sin límites. “El paladar y la lujuria de este romano libertino eran propensos a todas las extravagancias mediterráneas. Añadía a sus rellenos y sofritos pezuña de camello, lengua de pavo real o de ruiseñor, cresta de gallo”. Hasta que agotó todas las combinaciones y decidió suicidarse.
Otras cosas que aprendemos con este manual ideal para quedarse en casa el próximo verano es que la primera Rosa de los Vientos de la que tenemos constancia aparece en l’Atles català de 1375, el mapa más importante de los pergeñados en el Mediterráneo durante la Edad Media (“La tramuntana sopla desde el continente, por encima de los montes; es de algún modo la venganza de la Dalmacia Interior por lo que la costa Mediterránea piensa o dice de ellos”).
Y conocemos también la relación entre el cielo azul cielo y la propensión a las palabrotas entre los lugareños de la cuenca mediterránea: “La sensación o quizás ilusión que induce a muchos a suponer que el cielo mediterráneo es más abierto, más transparente que en ningún otro lugar, han contribuido probablemente a que el habla de los blasfemos resulte más explícita y sonora”.
Y sabemos también que existe una sopa de piedra y que un funeral en el mar es distinto que un funeral en tierra firme:
“Cuando las travesías eran largas y no existían métodos de larga duración para evitar el deterioro y la putrefacción, el cuerpo del marinero fallecido no podía permanecer en el barco más de tres o cuatro días. El cadáver se dejaba caer desde el puente envuelto en una vela y atado con un cabo, para que volviera a flotar y a navegar antes de hundirse y desaparecer. El borde de la tela en la que se le enrollaba a veces estaba cosido al difunto por la nariz, y a lo largo de las piernas se le colocaba un peso para que descendiera al fondo erguido, como corresponde a un marinero”.
El escritor balcánico no sólo tiene respuestas, también se hace preguntas, cómo es que de un suelo “seco y magro, surge de la oliva un zumo tan espeso y untuoso” y que “es difícil creer que este árbol, al igual que otros tantos, fue traído al Mediterráneo, que no ha estado aquí siempre".
Hay árboles en el Mediterráneo que no han estado aquí siempre. Como la playa del Bogatell. Tampoco estuvo siempre. Apenas tiene 30 años. Y ahí está cada verano. Parece lleve toda la vida.
“Las costas mediterráneas se han retrasado respecto a la Europa continental. Han quedado confinadas por su propia tradición, digna de respeto, pero cada vez menos actual”.
A partir de ahora sabrás qué es un gaviero
“Todo lo que vemos esconde siempre una parte, la deja en la sombra. Allí hay que llegar, iluminar, descubrir, descifrar. Nada puede quedar oculto. Lo sé: es mucho pedir. Pero no hay otro remedio. El mar, por ejemplo; usted que lo ha transitado tanto y lo conoce tan bien. El mar es lo más importante que hay en el mundo. Hay que saber verlo, seguir sus cambios de humor, escucharlo, olerlo. ¿Sabe por qué? Por algo muy simple que todos creen saber pero creo que no acaban de entenderlo a fondo; porque allí nació la vida, de allí salimos y una parte nuestra siempre estará sumergida allá entre las algas y las profundidades en tinieblas”. Álvaro Mutis.
Si lo tuyo son las aventuras con mar de fondo, entonces tienes una buena oportunidad de saciarlas con esta edición de la editorial RM Verlag en la que se empaquetan las siete novelas de Maqroll el Gaviero que encontrarás en la xarxa de biblioteques.
Si tu vida se ha convertido en algo insípido, échale un poco de aventura al asunto.
A lo largo de las aventuras por los cinco continentes que ocupan a Maqroll el Gaviero, descritas por el escritor bogotano Álvaro Mutis entre 1986 y 1993, el errante navegante se topa con varios personajes catalanes. Parece ser que el Gaviero tenía predilección por los bares aledaños a Las Ramblas. Un buen proyecto de prescriptor, por tanto.
Y Maqroll no era un influencer cualquiera. El marinero de “desastrada errancia” conocía los puertos de todo el mundo como yo las estaciones de metro de la línea 2.
“La rutina del viaje se hacía placentera con ayuda del vodka con pera que resolvimos bautizar en catalán como vodka amb pera en homenaje a nuestra compartida fidelidad por los bares de Barcelona, especialmente el Boadas y el del Savoy, en donde la sabiduría espiritosa llega a perfecciones difícilmente superables. Siempre que los pasajeros intentaron repetir en tierra la mezcla de vodka y jugo de pera, sufrían una desilusión irremisible. De esos intentos surgía siempre “una mezcla imposible de tomar”.
El navegante, siempre metido en líos de contrabando, a veces incluso de personas (ejem), siente debilidad por el barrio Gótico de Barcelona y por sus librerías de viejo (“a mi juicio las mejores abastecidas y cuyos dueños conservan aún esas sutiles habilidades, esas intuiciones gratificantes, ese saber cazurro que son virtudes de auténtico librero, especie en vías de una inminente extinción”). De cazurros, en Barcelona, sabemos un rato. Pero bueno, Mutis relata la incursión de su aventurero por la calle de Botillers*, y en ella le atrajo “la vitrina de una antigua librería que suele estar la mayor parte de las veces cerrada y ofrece a la avidez del coleccionista piezas realmente excepcionales”.
*El escritor colombiano debe referirse a la calle Boters.
Uno de los encantos del marinero, a lo largo de las más de 1000 páginas que constituyen sus desventuras, es que no sabemos exactamente su procedencia. Es un espíritu libre hasta para eso. En eso parece vasco, por cuanto es de donde le da la gana. Se sabe que viaja por el mundo con pasaporte chipriota, pero nada más.
La narración de las aventuras del gaviero son en realidad un namedropping de puertos internacionales. Nombres que nos llevan con la imaginación a una infancia en la que todo sonaba muy exótico y lejano.
Todos esos nombres se mezclan con otros que no existen como Urandá, un puerto edificado “en forma lacustre sobre pantanos”, ubicado en una región con el mayor índice de precipitación pluvial del planeta. He buscado esta especie de planeta de Yoda en la tierra en Google y nada. Y ahora me gustaría que existiera.
Desfilan por las páginas personajes magnéticos como Fatima Bashur, hermana del amigo inseparable del Gaviero, Abdul, y en una de esas aparece en Barcelona con un dinero que enviaba su hermano para afrontar los gastos de un proceso que estuvo a punto de llevar a la cárcel a nuestro héroe.
Porque nuestro “héroe” se dedica, en algún momento de su azarosa vida, a la muy canceladísima actividad de lo que se conoce como “trata de blancas”. Pero como estamos hablando de un personaje que surge a mediados de los 80, pues eso, se puede dedicar a montar prostíbulos con putas que atraen a sus clientes haciéndose pasar por azafatas de avión en busca de aventuras eróticas. O puede descargar armas, esta vez sin saberlo, en el puerto de l’Escala donde lo pillan con el carrito de los helados, concretamente con unas neveras donde escondían unos explosivos. Detrás de este movimiento armamentístico se esconde una banda de anarquistas que opera en Barcelona y que, obviamente, se esfuma en cuanto los dos protagonistas son apresados por la policía. En otra aventura recoge a un grupo de familias de una pequeña comunidad musulmana de Jablanac, en la costa croata del Adriático, cuando ésta aún era Yugoslavia.
La obsesión de Álvaro Mutis con los anarquistas catalanes no acaba aquí. En el libro de título Abdul Bashur, soñador de navíos también aparece un ampurdanés, oriundo de la Bisbal, que le plantea un negocio al gaviero, sospechoso de formar parte de otra organización anarquista con acciones que habían costado la vida a “varias decenas de militares y guardias civiles”.