El libro que recomendaría a Carlos Mazón
Mucha lluvia y mucha demencia en el primer boletín de marzo
“En efecto, esa lenta lluvia interminable había trastocado la perspectiva de las cosas: la existencia ya no sería igual, nunca más, porque ahora la vida emergente estaba condicionada por el agua que caía, que caía, por el agua que inmovilizaba los coches en las calles, el agua que los sumideros regurgitaban y corría cuesta abajo hasta el mar, y el agua engrosaba las acometidas del mar, y las olas hinchadas batían los muelles; y también es necesario añadir que el segundo día se tomó conciencia o, mejor dicho, se empezó a comprender: quizá no era la lluvia de otros años ni de otros meses, quizá esta de ahora venía de muy lejos”.
Estas dos últimas semanas he estado en la biblioteca de Sant Gervasi y de mi paso por cada una me gusta quedarme con un descubrimiento literario. Relaciono la lectura de un libro con mi paso por la biblioteca donde descubrí tal o cual novela.
Trucos nemotécnicos para combatir la sensación de adiós continuo. Con estos contratos tan cortos es como que siempre me estoy despidiendo de mis compañeros de trabajo, justo cuando me estoy haciendo a ellos.
De mi debut en la Montserrat Abelló de Les Corts, por ejemplo, me quedo con la novela de aquel filólogo húngaro que se supone aterriza en Helsinki, pero descubre que llega a una ciudad en la que la gente habla un idioma misterioso (que conocí de casualidad gracias a la consulta de un usuario).
De mi estancia en la biblioteca Agustí Centelles de l’Esquerra de l’Eixample destaco el descubrimiento del analista de la tristeza búlgara, Georgi Gospodinov.
Alguna apreciación de mi estancia en Sant Gervasi. Mi momento preferido, cuando me han dejado decir al micro eso de: “Els informem que queda un quart d’hora per tancar la biblioteca”. Seguido diez minutos después de: “Els recordem que queden cinc minuts per tancar”.
En cuanto a hábitos de consumo, diría que he visto menos reservas de libros de autoayuda y de conocerse por dentro que en otras bibliotecas. No sé si tendrá algo que ver esto con el alto poder adquisitivo de la zona. Lo que si vi fue el libro de Sonsoles Ónega, el último día, agazapado debajo de un libro de Georges Perec, lástima, me vuelvo para casa con mal sabor de boca.
Con el que no me he topado ha sido con el guionista Carlo Padial, vecino de la zona tal y como explica cada vez que puede en su podcast, argumenta que no es habitual de las bibliotecas porque le da asco el plástico con el que están forrado todos esos libros que tocan miles de manos. Que digo miles, millones de manos.
En esta ocasión no he conocido a ningún señor Trípoli, como en la biblio de Nou Barris, al que aprovecho para comentar que, si me está leyendo, llevo un mes y medio esperando su llamada para que me ofrezca el trabajo de mis sueños.
Por lo demás, yo seguiré esperando. Porque algo va a pasar. Lo sospecho. No, lo sospecho no. Es que estoy seguro. Segurísimo que algo sucederá más temprano que tarde.
Yo me pregunto. ¿A quién se le agotó la vida? ¿A quién sigue esperando o a quién se hartó de esperar?
De esto, de esperar, va la novela de la que os quería hablar esta semana.
Ligaré el recuerdo por esta biblioteca de la zona alta de Barcelona, dedicada a la memoria del poeta Joan Maragall, a una novela que debería leer todo aquel político que se quiera escaquear de las fatales consecuencias que pueden acarrear cuatro días de lluvia sin parar.
Llueve sobre mojado
Nicola Pugliese tuvo que darle al callo durante muchos años para adecentar la sección de sucesos del periódico de una ciudad fértil en cosas que ocurren como me imagino debe ser Nápoles. Una ciudad de “lasitud tristona y sensiblería extenuada” en la que supongo bajas tan tranquilo una mañana a por el pan y te puede pasar cualquier cosa. Al igual que esas ciudades latinoamericanas del realismo mágico, la de Nápoles debe ser urbe del caos en la que la vida se embosca en cualquier esquina. Una ciudad donde es difícil hacer planes porque las condiciones cambian de un momento a otro. Entre otras cosas, de repente, puede ponerse a llover durante cuatro días con sus cuatro noches y la vida se detiene hasta la llegada de un suceso extraordinario.
Parece mentira que esta novela se escribiera en poco más de un mes. Es corta pero de una intensidad, de un vocabulario floral y fluvial, que dan ganas de salir a achicar agua allí donde se nos requiera. Se notan las horas que tuvo que pasar Pugliese tomando apuntes en el ayuntamiento de la ciudad partenopea. Porque otra habilidad del periodista es que muy pocas líneas le bastan para describir con precisión quirúrgica el chachulleo de la política de proximidad o consistorial. La que predomina aquí, en Nápoles o en Valencia.
La redacción del cronista italiano cae a borbotones por las escasas 160 páginas de este librito desplegado en cascada, muy en línea con la que está cayendo en Nápoles. A veces es como si su redacción tartamudeara en un recurso que me encanta.
Una obra en la que se describen unas condiciones muy adversas pero en la que no dudarías en quedarte a vivir.
El libro tiene una intrahistoria muy guadinaesca. Publicado originalmente en 1977, ni más ni menos que Italo Calvino, con éxito de crítica y público y al agotarse la primera tirada, ahí se pararon rotativas por culpa de una disconformidad del autor con la editorial, de la que nunca se conocieron los detalles. Se volvió a relanzar 36 años después para que las nuevas generaciones se enterasen de lo que es una buena crónica. Una crónica de un hecho no ocurrido. Una no crónica genial, por tanto.
Achica el agua Nicola y para ellos abre ventanas a la vida interior de algunos vecinos y “sus pensamientos encharcados”, quién sabe, igual lo que intuyen que va a llegar unos pocos años después es el mesías en forma de barrilete cósmico.
“Me asusta que esa bella historia sea una tomadura de pelo o una añagaza, querido Mario, me da mucho miedo que se trate de eso; todos afirman que vendrán tiempos mejores, muy bien, pero yo no me fío, de ninguna manera, lo que dicen no me convence porque yo lo veo con mis propios ojos: cada día que pasa nos vamos apagando, nos marchitamos imperceptiblemente, ¿y cómo podremos luego despertarnos de improviso? ,¿Cómo conseguiremos desbaratar el orden de los días para encender las flores de la noche? ¿Quién nos devolverá la deliciosa locura de los tiempos del amor?”.
Una novela corta en la que continuamente se recalca ese presagio de las ciudades vitales y fatalistas, “tan difícil de interpretar e incluso de advertir”. Oscura espera a que escampe (“y negra premonición de que lluvia infinita viene preñada con algo ignoto”) y entonces sea cuando cambie la vida de la ciudad para siempre. Una espera que nos recuerda a la de otro gran cronista italiano, Dino Buzzati y su desierto de los tártaros.
“Y tal vez sólo con esta presencia negra, que por lo demás se arrastra exangüe, o casi exangüe, y aún habría mucho que añadir si ahora no fuese por el sombrío e irritante presentimiento de la espera. Porque de nada vale dar vueltas y más vueltas, es del todo superfluo: aquí todos aguardamos a que suceda algo. No sabemos, no, nadie sabe, pero seguro que alguien trama algo en algún sitio. Y ocurrirá inexorablemente”.
En la entrevista de arriba, de lo que he podido entender, Pugliese explica lo poco satisfactorio del oficio de periodista de sucesos. Una profesión en la que uno tiene que esperar a que pasen cosas. El periodista es la profesión de la espera, una paciencia sólo comparable a la del etólogo unido a unos prismáticos. Para encontrar las señales del camino, no queda otra que ser etólogo y tener paciencia.
Están locos
Si el anterior libro sería muy para Carlos Mazón, por cuestiones obvias, este segundo se lo recomendaría a Donald Trump y, sobre todo, a los que lo han votado. Tampoco tengo claro que sepa leer. Pero bueno, seguro tiene algún chupatintas por ahí que le lee las cosas así como en susurros y flojito, no le vaya a reventar la tapa de los sesos de pensar en algo durante un tiempo prolongado.
Aunque bueno, bien pensado, está comprobado que el que es fanático ninguna lectura le va a hacer cambiar de opinión.
Y esa es la lectura terrible y ominosa de todos estos libros que avisan que el totalitarismo está llegando, se acerca, ya está aquí, previo paso de una locura colectiva. Que muy bien pero hay una fuerza irremisible que nos devuelve al paroxismo.
Como el anterior, este libro es en realidad la crónica de unos sucesos que tampoco vivió en primera persona su autor. Historia de una demencia colectiva describe hechos acontecidos 400 años antes del nacimiento de su autor, Friedrich Reck-Malleczewen. Monumental trabajo de recreación de este escritor que murió en el campo de concentración de Dachau (apenas duró un mes en su encierro en el infierno bávaro).
Y es que la historia que describe es terrible pero el desenlace de su vida lo es más. Reck-Malleczewen se decidió a escribir los pormenores de la conquista de la ciudad de Münster en 1534 por unos fanáticos de la secta de los anabaptistas, rama “algo” radical del protestantismo, como advertencia ante la crecida nazi que estaba por llegar y que, como se ya se lo veía venir, acabó con su propia vida.
La descripción de la locura colectiva que anuncia el título del libro daría para una serie de Netflix. Ya están tardando las productoras en ponerse manos a la obra con este régimen en el que lo primero que se instaura es la poligamia obligatoria. Da que pensar la obsesión que tienen los obsesivos con la poligamia. Ellas son las primeras en recibir en este tipo de sociedades fanáticas.
Un año les bastó a los anabaptistas, encabezados por un sastre milenarista llamado Johann Bockelson aka Juan de Leiden (foto de Wikipedia), para convertir la ciudad de Westfalia en un estado policial con el que reducir al mínimo los placeres de la vida, excepto, claro, la poligamia que es de obligado cumplimiento.
Una obra a clasificar al lado del ensayo Castellio contra Calvino, en el que Stefan Zweig nos sumerge en la terrible personalidad del reformador protestante Juan Calvino y su reflejo en el régimen opresivo y de terror en Ginebra que dio con Miguel Servet en la hoguera unos 20 años después de los acontecimientos de Münster.